jueves, 16 de abril de 2009



DIÁLOGOS SOBRE ÉTICA: RESUMEN Y COMENTARIOS DEL LIBRO DIALOGOS DE CAMILA Y MANUEL.


CAPÍTULO 1:

El impulso del dialogo procede de una noticia televisiva que habla de un crimen doble: el de una mujer y su marido, asesinados por unos atracadores. El impacto que esto causa en Manuel será su origen.

Gloria, una amiga de Manuel, reacciona distinguiendo entre lo que debe ser y lo que es. Lo que debería existir es el mutuo amor y el respeto. El horrendo crimen relatado por Manuel se muestra como negación de eso que debe ser. En la realidad ocurren esas cosas, pero no deberían ocurrir. Gloria expresa un deseo piadoso.

Camila se refiere, después, a la crueldad suma del crimen. Dato que vuelve, a sus ojos, más terrible el hecho.

Isabel generaliza: toda acción violenta le resulta incomprensible.

Alvaro, sin embargo, introduce una explicación diferente del hecho: este tiene una causa probable, el deseo de huir de los ladrones, que de ese modo creen protegerse. De algún modo ahí se podría encontrar la justificación del crimen. No es un crimen porque sí, sino que responde a una causa.

Sin embargo, Gloria replica que de ese modo los ladrones cometieron el crimen peor: matar. Es decir, para encubrir un daño menor, el robo, cometieron uno mayor, incluso el más extremo de todos. En cualquier caso deberían haber recurrido a otros métodos, nunca a ese, dice.

Matar, continua Camila, es lo más terrible porque causa el mayor sufrimiento. Aunque la muerte sea rápida, y haya, físicamente, sufrimientos mayores, el que se produce en los seres queridos es brutal. Se les niega a estos la posibilidad misma de disfrutar de los seres queridos.

Sebastián considera que el muerto ya no sufre, porque no siente. Y podría ser incluso que no tuviese personas que lo quisiesen, en ese caso tampoco su muerte acarrearía este dolor. Así razona también, en cierto modo, Raskolnikov, el protagonista de Crimen y Castigo, de Dostoyeski, al darse fuerzas para matar a la usurera: ella es vieja y odiada por todos, él es joven y amado por muchos. Ella tiene dinero que no necesita, él no tiene y lo necesita. Tales son las razones de su crimen, piensa. Su crimen es racional: causa un dolor mínimo y un beneficio máximo. El, además, puede, al terminar su carrera de derecho, ser útil a los demás. Mientras que la vieja usurera vampiriza y lesiona a sus clientes, haciendo más sombría la sociedad en la que vive.
La reacción de los amigos ante estas razones de Sebastián es de horror: Gloria considera inmediatamente que la religión protege de este tipo de razonamiento tremendo y dañino: es malo matar porque así lo dicen los mandamientos de Dios.

Sin embargo, las razones religiosas no convencen demasiado a algunos de sus amigos. El debate está todavía abierto: ¿Por qué matar es siempre lo más terrible? ¿O es que, a veces, puede justificarse?

Al regresar a su casa, Camila, sigue dándole vueltas a los asuntos que su compañero Manuel ha planteado. La intriga, sobre todo, la respuesta de Sebastián. Pero no le convence tampoco la apelación a Dios, como garante de lo bueno y lo malo, de Gloria. De alguna manera Gloria cierra el debate y la discusión dado que trae la respuesta: lo bueno y lo malo dependen de la voluntad divina que conocemos por fe en aquellas tradiciones religiosas que consideramos adecuadas. Si somos judíos podremos apelar a la prohibición de matar que aparece en los diez mandamientos que Yehová dicta a Moisés en el monte Sinaí, aunque los textos bíblicos muestran pasajes en lo que ciertos asesinatos y matanzas aparecen bendecidos y justificados. Si somos cristianos podremos buscar fundamento a la prohibición de matar específicamente en la predicación de Jesús transmitida por sus discípulos que se llama Nuevo Testamento. Y si somos musulmanes rastrearemos en el Corán lo que Alá revela a su siervo Mahoma al respecto. Nuestra respuesta dependerá de nuestra fe, lo que parece hacer inútil el debate sobre el tema. Es este desplazamiento a lo religioso lo que resulta insatisfactorio, sin embargo, en el asunto. Porque si aceptamos la religión como fundamento de toda opinión sobre el bien y el mal, sobre lo justo, en lógica consecuencia, al ser diferentes las creencias religiosas, y las palabras a que estas obedecen, será inevitable que las discrepancias sobre lo que es bueno no encuentren solución alguna valida jamás para el conjunto de los humanos. Pues cada una se presenta a sí como verdadera y a las otras como errores más o menos imperdonables, con lo que el mundo es dividido, de modo inevitable, entre aquellos que poseen la luz de la verdad y aquellos que viven en sus tinieblas. Fieles e infieles, en consecuencia. Con peligrosos resultados, como podemos ver estos días.
Camila, intrigada con el callejón sin salida a que parece llevarles sus preguntas se atreve a interrogar a su madre. Esta responde con sencillez y contundencia: es malo matar porque todos queremos vivir. La vida es nuestra mayor bien y todo lo demás es menos importante. Tal respuesta le parece razonable a Camila. Pero sigue sin satisfacerle del todo. La insatisfacción ante las respuestas comunes es específica de eso que se ha llamado durante siglos filosofía y, en consecuencia, de las preguntas éticas.
Un nuevo personaje aparece en escena, el tío de Camila. Y, con él, un nuevo argumento o, mejor, la profundización del que utilizó la madre de Camila: La razón por la que todos queremos vivir tiene que ver con el instinto de supervivencia que nos lleva a rehuir aquello que amenaza y destruye. La huida ante la muerte es esencial en la economía de la vida. El suicidio no parece poner en peligro el argumento, tercia en la conversación el padre de Camila. Este se explicaría como producto de la desesperación o de la enajenación mental. Entonces no se trataría, en él, de no querer vivir simplemente, sino de evitar ciertos sufrimientos que dañan la vida y la hacen, al menos aparentemente, imposible.

Sin embargo, las anteriores razones no han anulado la inquietud de Camila ante lo que le parece el horror de asesinar, ni la profunda perturbación que deja en ella la muerte.
El argumento de Sebastián al no considerar tan grave el asesinato, por producir este un leve sufrimiento, en muchos casos, le parece todavía amenazador, no resuelto, no vencido.

El tío de Camila le propone un cambio de estrategia, de método, de forma de argumentar: la inmensa mayoría de las personas elegirían vivir bajo el sufrimiento que no vivir, aunque de la vida ya no pudieran esperar alegría: “Si no estamos completamente desesperados, preferimos una vida que sólo consiste en sufrimientos a que la vida termine.” Luego tenemos, salvo en el caso de estar completamente desesperados, por mejor vivir que morir.





CAPITULO 2. ¿TODOS LOS ROBOS SON IGUALES?

Ricardo llega a clase irritado por un incidente en el que un niño era atacado y robado por unos chicos mayores. El abuso de la fuerza que supuso y su impotencia para defender al niño le produjeron un sentimiento desagradable. Se establece luego una discusión entre amigos y compañeros que tiene como fondo el abuso de poder. El robo con violencia es un ejemplo claro de ello, ya que se utiliza la fuerza o la amenaza para realizarlo. De hecho las legislaciones modernas consideran la violencia como agravante en caso de robo.
Después se discute por qué consideramos malo el robo. No sólo el violento, cualquiera. Se dice que se produce algún daño en la persona robada, aunque no sufra violencia alguna. ¿En qué consiste el daño?

Es malo, discrepa Sebastián, sólo porque se castiga. Esto plantea el tema de si sería bueno en caso de que no fuera descubierto el ladrón y por ello no pudiera ser castigado. Sin embargo, nadie quiere ser robado, y considera un mal que esto le ocurra. El robo, apunta el padre de Manuel, rompe la confianza en los demás en la que generalmente basamos nuestra relación con ellos. Pues “se debe conseguir que uno no se comporte con los demás como no le gustaría se comportasen con él.” Esa confianza y respeto por el daño de los otros sería clave de la relación social que queremos y por la cual consideramos un mal dañar a otros quitándoles lo que ellos valoran, robándoles lo que tiene por un bien.

De esa forma la conciencia moral que despierta en nosotros el hecho de pertenecer a una sociedad en la no queremos recibir daños de los demás, en la medida de lo posible, fundamenta que tengamos por un mal, a evitar, el expolio de los bienes de los otros.

¿Qué sería la conciencia moral?, podríamos preguntarnos: “se entiende por conciencia la autocomprensión del ser humano, en que este se sabe sometido a la autoexigencia de hacer el bien.”(Diccionario de ética, Höffe) Mientras que la acción moral se orienta a las cosas y a los demás, la conciencia moral se dirige a sí mismo, a la imagen que uno quiere tener de sí. Ayudar a un anciano a cruzar la calle cuando lo necesita lo podríamos entender como una acción moral en la que beneficiamos y hacemos algún bien a otros. Robar, por el contrario, a ese mismo viejo sería, desde ese punto de vista, un acto inmoral porque le causamos un daño. Cuando, por seguir con este ejemplo, tenemos necesidad de dinero, y desearíamos tener el que creemos tiene el anciano en su cartera e imaginamos lo feliz que nos haría poseerlo, pero, sin embargo, rehuimos hacerlo, porque nos parece detestable ese acto, aquella imagen de nosotros que nos arranca de tal tentación será lo que llamamos conciencia moral. En este caso lo que ocurre es algo que sólo transcurre en nuestra mente, una disputa interna que ni siquiera tenemos que contar a nadie, un conflicto entre deseos inconciliables: tener cierta cantidad de dinero urgentemente y no realizar ciertos actos que consideramos reprochables. Tal sería un conflicto típico provocado por eso que llamamos conciencia moral. Sin duda en esta influye la educación que hemos recibido, la sociedad en la que vivimos y sus ideas.

La formación de la conciencia moral, de hecho, en todas las sociedades, comienza con el aprendizaje del habla. Pronto se le muestra al niño mediante prohibiciones y mandatos, castigos y recompensas, aquello que sus mayores tienen por bueno y malo, ayudando de esta manera a formar en él la imagen de aquel que debería ser o que la sociedad en la que vive y la gente con la que trata le presenta como modelo. Sigmund Freud llamó a esta imagen de lo que debemos ser, que se forma en contraste, a veces, con lo que somos realmente, otras con lo que deseamos, superyo. Esta sería la conciencia moral, aquella imagen de lo que deberíamos ser producida en la lucha entre el egoísmo del niño y las exigencias sociales que sufre en el proceso de socialización en el que consiste su educación desde que nace hasta que es capaz de gobernarse por sí mismo, de ser autónomo.
¿Pueden, sin embargo, ciertos actos considerados inmorales, como, por ejemplo, robar, justificarse en algunos casos? Por ejemplo, ¿sería justo robar para dar de comer a tus hijos o para sobrevivir?, ¿estarán justificado, en una sociedad injusta, ciertos actos que generalmente consideramos reprobables, inmorales?

Manuel considera importante distinguir entre lo malo para uno y lo simplemente malo. Ser malo es repudiable, “porque todos rechazamos esa manera de actuar y a todos nos produce indignación”. Tal es el caso de la violencia ejercida sobre alguien indefenso. Por ejemplo, sobre alguien que no es capaz de defenderse. Son las reglas de la vida social las que establecen estos valores. El que no las respeta será despreciado por la sociedad y en consecuencia sería dificultosa su vida en medio de ella. Se convierte, actuando así, en un insocial. Vivir en sociedad presupone, en principio, la aceptación de reglas comunes que facilitan la vida a todos. Esas reglas deben favorecer, si son practicadas, las vidas de todos sus socios. El problema estriba en ponerse de acuerdo sobre ellas. Pues no siempre será sencillo. Sin embargo, al menos, podría serlo más encontrar unas mínimas normas que interiorizadas por todos y convertidas en hábitos facilitasen el trato común. Entre ellas estaría que es preferible confiar que no confiar en los otros, al menos más seguro, y dado que se supone que la vida social existe para facilitar la vida humana es lógico creer que preferimos no desconfiar de los demás y gozar de una cierta tranquilidad . Eso podría llevarnos a aceptar como malo el robo, al tratarse de una forma de engaño que daña a otros y que rompe su confianza en los demás. Como la sociedad en la que vivimos está formada, no sólo con amigos, sino con gentes que nos resultan indiferentes e incluso no conocemos, y, más todavía, con otras por las que podemos no sentir ningún tipo de simpatía, esta norma de mínimos que marquen la convivencia humana se extiende mucho más lejos que nuestro pequeño circulo afectivo y de conocimiento. De esta forma también robar, o perjudicar a desconocidos, significa inevitablemente deteriorar la red de confianza social y, por ello, herir el mundo que queremos. “Sería muy inseguro, dice Manuel, vivir en una sociedad en la que hay que contar con que todos podríamos robarnos”.
La existencia de leyes y castigos sociales se fundamentaría, pues, en la necesidad de establecer un marco mínimo de protección y confianza para todos.
Además, comenta el profesor de matemáticas, señor Morales, preferiríamos que no se nos robe, no por temor al castigo, sino por respeto a nosotros, por la convicción íntima de la superioridad de una vida social basada en la confianza y el buen trato que otra que lo haga sobre el miedo y la hostilidad. Por conciencia moral entendemos, en suma, actuar por aquello que nos parece mejor para todos, y para nosotros en tanto parte de ese todo, por deber, ha hacerlo por temor al castigo, por miedo, pues, a ser perjudicados en nuestro egoísmo.
Sin embargo, las desigualdades y circunstancias sociales podrían dañar seriamente estas ideas sobre el deber ser, dado que, si tuviésemos que elegir, por ejemplo, entre beneficiar a un hijo enfermo de gravedad, que necesita un medicamento del que no disponemos y que cuesta un dinero que no tenemos y, para conseguirlo, fuera preciso hurtarlo, entonces el dilema moral podría llevarnos a elegir el daño moral menor, robar en este caso, al mayor, destruir la vida de un ser querido. Este problema sería idéntico, desde el punto de vista moral, es decir del bien común, si el dilema lo plantea la vida de un ser desconocido, aunque no, es obvio, desde el afectivo. Luego en modo alguno será fácil acabar mediante normas morales con conflictos de valores que en un momento concreto podrían ser inconciliables. Los seres humanos siempre estamos expuestos al riesgo de tener que elegir un mal para evitar otro. Eso explica la dificultad de vivir y el hecho de que nunca estemos lo suficientemente preparados para ello, la enormidad, pues, de una verdadera sabiduría humana. Es decir de un saber capaz de orientarnos siempre hacia lo mejor.
Evidentemente obligación moral- o sea relacionada con el intento de acercarnos lo posible a una vida común buena- será intentar mejorar, en alguna medida, la sociedad en la que vivimos, limitando, o intentando eliminar, sus injusticias, y, con ello, facilitar la elección moral de todos y más posible una vida buena.

CAPITULO 3: ¿SIEMPRE ESTÁ PROHIBIDO HACER SUFRIR A LOS DEMÁS?

En este capítulo se aborda otra tema importante: ¿está, alguna vez, justificado, hacer sufrir a los demás? La respuesta parece sencilla: No. Pero si decimos eso cometemos una ingenuidad, un buen deseo que no se corresponde con lo que son las cosas, incluso con lo queremos sean. Hay dolores que traen bienes, como el de un médico para curar, o el que produce ascender una montaña y que obtiene como recompensa la belleza de la conquista, alturas donde el paisaje deslumbra. En fin, que sufrir, en gran medida, es inevitable. Sin hacerlo, en alguna medida, es imposible tocar bien un instrumento musical, aprender una lengua extranjera, o saber mecánica cuántica. Podemos decir incluso que el dolor está mezclado muchas veces con el placer. Que placer y dolor forman un continuo, que entre ellos es difícil trazar una línea clara de separación. Sin embargo, también sabemos que ciertos sufrimientos deben ser evitados, tanto para uno mismo como para los demás.

El sufrimiento es, pues, muchas veces, inútil e injusto. Existe por ejemplo una desdichada practica humana que consideramos despreciable. Es la tortura: en esta el dolor de alguien incapaz de defenderse y protegerse es llevado al extremo de lo insoportable. Otras veces causamos sufrimiento en los demás, no para producirles un bien, sino para procurárnoslo nosotros. A veces simplemente para divertirnos, por pura crueldad. Es evidente que en estos casos difícilmente puede tener justificación moral el sufrimiento que infligimos. Para medir si es así basta una pequeña prueba mental: ¿nos gustaría, a nosotros, ser tratados igual en circunstancias iguales? ¿ Seríamos capaces de ponernos en su lugar?

Otras veces, sin embargo, causamos sufrimiento por falta de atención, por descuido. Alguien que conduce borracho es posible que no tenga intención de causar daño pero su conducta pone en peligro a otros y podría provocar un enorme sufrimiento del que tendría que responder. Ser adulto consiste en hacerse responsable de lo que uno hace y, por ello, dar cuenta incluso de los errores.

Al actuar se tiene que valorar, pues, las consecuencias de aquello que hacemos. Si lanzamos un cigarrillo al bosque tenemos que considerar el daño que este puede causar, si prende. Si dejamos al alcance de un niño un objeto peligroso, por descuido, se nos pedirá responsabilidad de aquel daño que esto pueda producir. En una palabra vivir con otros supone aceptar los resultados de nuestras acciones y tenerlas siempre en cuenta.

En conclusión, podemos decir que existen diversas formas de producir sufrimiento en los demás: 1) por producir un bien, 2) por descuido negligente, 3) por crueldad, 4) para obtener un beneficio. Existe una quinta de la que de habla en este capítulo: hacer daño sin poder evitarlo, como cuando el novio de Rebeca la abandona al descubrir que no está enamorado. Aquí no hablaríamos de acto inmoral, porque este no quiso dañar a Rebeca, ni tampoco actuó con negligencia, sino que el amor y los afectos en general cambian, como casi todo, con el tiempo y, por ello, pueden transformarse en algo diferente de lo que eran en su origen. Sin embargo, de esos cambios no tenemos responsabilidad. O una responsabilidad limitada. Ella tampoco querría seguir saliendo con alguien del que no estuviera enamorada ya, por ello no puede quejarse de que su amigo la haya abandonado. Ella haría lo mismo en su lugar.
5. La regla general del comportamiento moral que se va revelando en estas charlas será no hacer a los demás aquello que no nos gustaría que nos hiciesen a nosotros. Ponernos en la situación de otros para entender si algo que hacemos es correcto o no lo es.
6. Malo significa, así, en este contexto, dañino para alguien que forma parte de la sociedad en la que vivimos y que podríamos ser también nosotros.
7. El sufrimiento, en resumen, no puede ser evitado del todo, forma parte de la vida. Sin embargo, causarlo innecesariamente, por obtener un beneficio, o por mera crueldad, aunque también es algo cotidiano -no tenemos mas que hacer un repaso a la prensa del día, o ver un telediario estos días-, será un tipo de conducta que no nos gustaría se generalizase, algo que no nos gustaría nos hiciesen a nosotros, y dado que vivimos en sociedad, y es crucial, para que esta se mantenga y funcione un poco, considerar a los otros como iguales, como socios pues, deberíamos rehuir los comportamientos que aumentan el sufrimiento ajeno sin necesidad, por nuestro mero goce o beneficio. Tal sería la regla de oro de una sociedad mejor. Pero la tarea no parece fácil.

CAPÍTULO 4: COMPROMISOS Y ENGAÑOS
La confianza es presentada en este capítulo como cimiento de la vida social. Del mismo modo que los cimientos de un edificio mantienen levantada su estructura, permiten su construcción y habitabilidad, aquella permite a la vida social no hundirse en el caos.
Esta confianza no se refiere sólo al conjunto de la vida de una sociedad, sino también a las pequeñas relaciones de amistad, camaradería y afecto de que se nutre aquella, pero también a las relaciones de todo tipo que la constituyen, a las económicas, administrativas, culturales, etc..
Cuando compramos un producto en el mercado nuestra modesta acción presupone una confianza mínima en que la calidad y la utilidad de aquello que compramos se corresponda con los que esperamos. Si bebemos una botella de leche lo hacemos porque estamos seguro que alimentará, que en modo alguno envenenará. Si consultamos a un abogado lo hacemos por la fe que tenemos que sus conocimientos y consejos nos permitirán resolver el asunto que allí nos lleva. Si escuchamos una conferencia por un afamado ponente lo hacemos bajo el supuesto de que su saber tiene fundamentos profundos y que aquello que dice nos ilustrará según deseamos. Sin tal confianza mínima nada funcionaría en las relaciones sociales pero esto no demuestra en modo alguno que esté plenamente justificada, pues el funcionamiento real de la sociedad es un desmentido continuo de tal supuesto. El escándalo que produce la corrupción de los políticos o la contaminación de los alimentos, o los errores sanitarios, o la ignorancia de aquellos que teóricamente saben, estriba precisamente en que defraudan la confianza sobre la que se fundamenta su misma existencia. Y la de la sociedad misma que en ellos confía.

CAPITULO 5: LA REGLA DE ORO Y EL RESPETO

El problema de este capítulo aborda lo que es considerado por mucho como la clave de la posibilidad misma de una moral común a los seres humanos a la que confiar sus relaciones y sobre la que levantar alguna forma de entendimiento y de comunidad ética universal.

El asunto sería: ¿ será posible construir mediante el pensamiento, en el diálogo de este consigo mismo y con otros, una regla o definición que permita reconocer los actos morales y distinguirlos de aquello que no lo son? ¿Qué sería, pues, un acto moral?

Cualquier acto requiere un agente o sujeto que lo realice, si se trata de un acto moral necesariamente será un sujeto moral. Es decir, alguien que se somete a alguna forma de regla moral en su relación consigo mismo o con otros. Pero alguien capaz de actuar conforme a reglas que se da a sí mismo o recibe de otros ha de ser un sujeto libre. Es decir, si existen actos morales es porque existen individuos capaces de realizarlos libremente. No juzgamos inmoral al león que por hambre devora un bebé, ni moral al que, saciado, no lo hace, porque no consideramos su fiereza capaz de libertad y por ello de guiar sus necesidades e instintos. La libertad de los seres humanos será imprescindible para que los consideremos capaces de obrar moral o inmoralmente y de ser juzgados por ello.

Ya sabemos, pues, que el acto moral implica alguien al que le sea posible obrar moralmente. Y que para ello será imprescindible que este alguien pueda elegir entre hacer o no hacer algo. Es decir, que sea libre, responsable, de lo que hace.

Esa libertad, sin embargo, se enfrenta a la pura arbitrariedad, es decir que su acción se lleve a cabo sin regla alguna, en el puro murmullo del capricho, pues la razón le lleva al sujeto libre a darse cuenta que sólo podrá lograr un mayor grado de libertad y una mejor situación vital sin olvidar a aquellos con los que le resulta necesario compartir destino, los otros sujetos libres, el resto de miembros de la comunidad humana, y establecer con ellos la mejor relación recíproca posible, la fundamentada en el respeto que obliga a actuar con otros conforme a como quieras ser tratado por ellos. No hacer lo que no queremos se nos haga se convierte en la regla de oro de una moral basada en la libertad propia y ajena.

De este modo como nadie quiere ser robado, engañado, asesinado, de cajón resulta que tales deben ser acciones morales en el comportamiento del sujeto libre con sus semejantes, en los que espera encontrar justa correspondencia.

Tal norma estaría implícita en muchos discursos y saberes desde antiguo, piensa el autor del libro, y también le parece que en la proclama cristiana de “Amar al prójimo”. Sin embargo, conviene, distinguir, insiste, entre un ideal religioso, “amar a los demás como a nosotros mismos”, y la norma moral del respeto mutuo, pues esta no obliga a forzar la propia naturaleza de las relaciones humanas, sino que se adecua a la necesidad de vivir en un mundo mejor en lo posible, no en un cielo donde quizás no desee habitar, la mayoría de nosotros, verdaderamente jamás.

Quien es capaz de actuar o no actuar puede arrepentirse de haberlo hecho o de no haberlo hecho, puede sentirse culpable. No podría sentirse culpable si le hubiese sido imposible elegir, si actuase sin libertad. Sin embargo, un individuo al que, bajo amenaza de muerte, se obliga a disparar contra otro, y elige salvarse, podría sentirse culpable porque en sus manos estuvo no hacerlo, a pesar de todo.

Si tal regla moral, a la que se somete el individuo, procede de sí mismo, de su misma libertad, la llamaremos autónoma. Si procede de otro, de la libertad de otro, la llamaremos heterónoma o autoritaria. Si alguien no roba por temor al castigo y no por temor a incumplir una norma que él mismo se impone en su relación con los demás tendremos un ejemplo de esta segunda. Pero incluso el que no roba por temor al castigo lo hace libremente dado que sería libre también, en principio, de robar y soportar el daño que le puede acarrear.

La diferencia entre moral autoritaria y autónoma consiste esencialmente, pues, en que la primera considera que el origen de las reglas morales es la autoridad, ya sea la del Estado, de la sociedad, de los padres, de la religión, etc..., mientras que la segunda considera surge de la propia libertad del sujeto moral.

Las personas que no aceptan ninguna regulación en su relación con los demás no formarían parte de eso que el autor llama comunidad moral. No sentirían rubor ni culpa alguna ante el daño que causan a los otros. Sin embargo, incluso quien la acepta puede incumplirla por chocar el respeto que exige la regla de oro con sus deseos egoístas. El conflicto entre la norma moral y el interés propio es continuo. De hecho muchas veces hacemos lo contrario que deberíamos, según creemos, hacer. Y la culpa que nos invade muchas veces procedería, según esto, de ese desgarro entre lo que queremos ser y lo que en verdad somos.

Por último, la regla de oro parte sin embargo con un pequeño inconveniente, pues imaginada partiendo de la igualdad de las individuos humanos se encuentra con que esta nunca existe en las reales relaciones entre seres humanos, y, por ello, se convierte, sobre todo, en un ideal inconciliable con las relaciones reales entre los seres humanos, aunque pueda servir, en alguna manera, por otro lado, como ideal que permite analizar sus conductas y desvelar que lejos se encuentran de ser perfectas.







O
La ética se ocupa de las relaciones entre los seres humanos, del modo en que las valoramos, de lo que esperamos de ella. Es un saber sobre lo que consideramos bueno, justo, que se interroga sobre ello. Pero también sobre lo que nos hace felices o infelices. Las religiones también se ocupan, de algún modo, de estos asuntos, sólo que ellas nos dicen aquello que debemos creer, ya sea sobre lo que otorga la felicidad, ya sobre lo que es justo y bueno. La ética, por el contrario, no pretende decirnos lo que debemos creer, sino que se pregunta por las razones que tenemos para decir que algo es “bueno”, es “justo” o “nos hace felices”. Frente a la fe religiosa la ética ofrece la interrogación, la pesquisa. Pregunta, que, en consecuencia, no da por seguro que podamos obtener una respuesta absolutamente satisfactoria. Podemos errar en las razones, equivocarnos en nuestros juicios. Los objetos de la ética son discutibles: qué es bueno, qué justo, qué nos hace felices. Posiblemente sobre nada sea más difícil ponernos de acuerdo. Y, sin embargo, a pesar de su dificultad, esa disputa sobre lo bueno y lo justo es continua e inevitable en nuestra vida. No podemos escapar a ella.